Es todo verdad, incluso lo que no es verdad
UNO
Estoy a treinta mil pies de altura cruzando el océano, a mi lado una mujer rubia se acomoda constantemente en el asiento de clase turista, da saltitos como para embonar y hacerse parte de él. Frente a mí, el billete de embarque, un libro de notas y la cáscara de una fruta procesada casi sintética que ahora te dan como desayuno.
Acomodé el asiento porque según parece estamos por llegar al destino. Es el vuelo veinte setenta y cinco de Air France, han pasado quinientos sábados de no verte. Me gusta pensar en la posibilidad de que estas notas se conviertan algún día en una carta suicida extendida, en un cuento de encuentro o que por lo menos llegue a tus oídos que me publicaron algo en algún lugar. No te imagino de ningún modo leyendo esto, ni ninguna otra cosa. A lo lejos se ve el amanecer parisino. Los cafés estarán preparando las cargas y calentando las maquinas de vapor para servir apenas el Sena se comience a poblar de turistas tomados de la mano. Aquí arriba es diferente, en las butacas no existe ningún gesto más allá de la mueca de proximidad a la muerte, a la mala fortuna, al sobresalto de saber que han abandonado algo irreparable, que no hay retorno una vez las llantas y sus toneladas de peso toquen el suelo.
Los focos con la señalética de seguridad se encienden y desde cabina el piloto afrancesado en un inglés básico ordena ponerse el cinturón, algunos lo dejamos suelto como si esperáramos salir disparados cual proyectiles por alguna de esas miniventanas. La sobre cargo de nombre Teresa se acerca y a regañadientes me convence que sigo siendo joven como para perder algún diente con el aterrizaje.
Me acuerdo de tu pelo y esos nudos dorados que solían hacerse apenas y los tocaba. Éramos jóvenes y poco importaban las marañas del cabello cuando en la mente surcábamos los mares más embravecidos, ha comenzado la turbulencia normal de la llegada. Movimientos con los que te recibe la tierra; una madre furiosa por haberla abandonado. Tiembla.
La única noche que dormí contigo pude oler por fin tu pelo al amanecer, escuchar esa respiración moribunda y observarte sólo observarte. No quería que acabase nunca.
Me prendo de los descansa brazos y cierro los ojos. Hay un sonido terrible y veo pasar mi vida en instantes o por lo menos es lo que me han enseñado las películas melosas que debería ver cuando hay situaciones complicadas como esta, en las que crees que no la libras, que te mueres. Te veo. Podría decirse en este momento que creo en las melosidades del cine y que he basado mi vida entera en dramas teatrales que concuerdan y llenan espacios vacíos.
Nunca te quise conocer del todo, fue un chispazo de suerte tener encendido el móvil esa mañana o mejor aún haber recibido un móvil como regalo unos días antes. En la mesita de noche la luz azulada precede al sonido vibrante, mi mano pierde poco tiempo para alcanzarlo y textear rápidamente.
Nos hicimos cómplices fácilmente de situaciones virtuales en los que ninguno de los dos existía.
Un sonido aturde y el piloto habla una vez más para dar algunas características de París, y decir que tardaremos en abandonar la nave.
Nunca quise terminar donde he terminado. Heme aquí sentado esperando que Teresa se acerque somnolienta a decir que coja mi maleta, que selle el pasaporte y corra a buscar tus brazos. Imagino por momentos de qué color es la pancarta que traerás, ensayo sobre si habrá flores y sobre todo si será conveniente que haga un halago de tu sonrisa, de tus piernas o que note tu corte nuevo de cabello ¡vaya! Que seamos cotidianos en una visita forzosa a tus tierras. Cierro un rato la libreta roja y pienso. Regreso y escribo un par de cosas que no debo olvidar, dar las gracias por los whiskys y entregarle mi tarjeta a la rubia del asiente 23F que podría ser en caso contrario a ti una buena anfitriona. En el auricular del oído derecho suena Roque Baños, nunca tuve buen oído izquierdo por eso cuando susurrabas pedía lo hicieras al bueno, tú te reías y entonces hablabas fuerte. No te imagino hablando francés, no sé si hablarte así o simplemente abrazar tu espalda.
El capitán en la bocina da la orden de salir, desea buena estancia y yo escucho una sentencia de muerte o peor aún mi propio réquiem. Nunca había visto el cielo de Pagui así. Como una maquina milimétrica y calculada choco con la rubia del 23. Levanto mi maleta de mano y dejo caer sobre el suelo un libro para que se sorprenda de que tenemos algo en común. Sí, Saramago he ensayado en todas las voces posibles durante las 16 horas y pico sentado, lo que sigue es decir que escribo y que vengo acá para morir, luego que sus ojos son de azul profundo que no hay en la Plata. Dejar salir el acento argentino y finalmente un estamos en contacto, me gustaría comer algo contigo, o comerte algo o comernos en una plaza o en un hotel o simplemente quedarnos impávidos desnudos mientras nuestros sexos se acarician en una danza erecta, tenue y chorreante. Nada cuaja. En París nada es sino una cosa extraña y ya me lo habías dicho tú.
La rubia sale de prisa pateando el libro a una esquina ingobernable. Sobre él, un tacón que atinadamente lo detiene susurrando y me parece ya patético que hasta la suciedad de esa suela merezca una línea en esta charla pero es que todo aquello que me impida abandonar esta nave merece un poco la pena. Me alargo para tomarlo y me sorprende la voz de Teresa de nuevo. Saramago, me gusta, nada como una lectura ligera y calmada para llegar a una selva como esta. Sonrío como imbécil y salgo casi corriendo por ese túnel que parece no acabar.
La luz en Europa es diferente, hasta yo parezco cambiar con los aires que rodearon a Cortazar. Nunca quise ir a ese lugar por lo mismo, me aterraba no encontrar magas. Por eso te invente lejos. Como novela, ensayo o aparición nocturna para dedicar poemas. Mi nombre escrito a máquina aparece en la primera hoja del librillo pasaporte y parece que el guardia no cree que haya venido de tan lejos.
Ché, que soy yo. Vamos flaco no te rompás y regresáme a la avión. Titubeo y mejor me callo el comentario. Las voces en el exterior se confunden con motores, música y al fondo estas tu. Una silueta desconsolada que se abalanza sobre mi cuerpo.
La mueca es chueca, como todo aquello que parece caerse en ese instante preciso. Me tomas de la mano. Te abrazo de nuevo.
Vamos a casa, tengo mucho que contarte, pero primero que nada dime que tal ha estado el vuelo, te ha gustado la comida. Air France se está volviendo cada vez más mierda. Odio los franceses ¿te ha hecho esperar? ¿Entendiste lo que te dijeron?¿Cómo está la Plata?
Un silencio y tu mirada encajada en mi rostro, en mi boca y sus cuerdas. Preferiría ser mudo para así tener pretexto y no contestar, o que los hielos del avión me hubiesen dejado afónico, tambaleo la lengua y sale algo de mí que no había planeado. Yo tampoco conozco el mar de aquí dices mientras se entreabre y cierra en un sinfín la puerta de embarque.