Primero que nada debo sentenciar a la revolución cualquiera que esta sea como un acto equitativo en el que interviene -o por lo menos así debería de ser- el intelecto y la fuerza bruta, pues ninguna revolución puede denominarse pacífica, tranquila y amable. Hay que cortar de tajo los cimientos podridos de un engrane multifuncional que se desgarra.
La revolución no es mental ni efectiva si no tiene manos incandescentes, antorchas de fuego (poesía, metrallas, ráfagas de humo, letras invasoras, música estridente ó colores incomprendidos) que le permitan dar zarpazos como un tigre que ha permanecido en cautiverio y que se libera somnoliento con ganas de sangre.
Debes saber lector, también que no pretendemos enunciar los pasos a manera de instructivo ni como receta para liberar Libia, Egipto, Taiwán o tu casa misma. Son simplemente las notas de viaje al lejano Cuguejistán, que sumido en la avaricia armo al toro y emprendió la huída como si fuese un encierro, como si las aguas se tragaran entre sí y el fuego surgiera. Son de Cuguejistán, y no de otro sitio, y no de otros héroes y no de otras banderas.
La revolución es un síntoma que no se cura, se nace revolucionario y desde la cuna que por lo general debe acomodarse a diez metros –si no es que más- lejos de una ventana pues el neófito intentará ser kamikaze y abollar las banquetas hechas a medida para el gran régimen.
Se nace revuelto, con el cordón umbilical enredado en la garganta, pues el revolucionario es un suicida natural, un ser que a su media partición apela al derecho de patear el vientre.
Se nace raso como soldado de la legión fantasma que sale siempre por el sexo sucio, el coño destripado, sangrante; desgarrado por los chorros de poesía que el feto le ha salivado. No importa el sexo. No importa el falo, ni la vulva, ni las manos, ni los ojos, ni siquiera saber si las ha heredado del abuelo –que murió en guerra defendiendo los tesoros de Cuguejistán y que bien cabe añadir, sólo para que se sepa fueron robados -.
Nace libre de pecado, sin mancha, sin cabeza dispuesta a la horca, sin Ganesh en plena huída –debo decirte lector, que el Ganesh de Cuguejistán, no es el que te estás imaginando, a menos que hallas leído los treinta tomos de la enciclopedia prohibida en el año ochenta, por su majestad, si no es así omite este breviario, pues sólo te incomoda la vista – el hijo nace revolucionario, revuelto, mezclado en un mar de salsas, boleros, mariachis, periódicos y mota, mucha hierba fumada que durante el coito tradicional se coloca en el miembro erecto y se frota hasta poner verde la vena más pura, la que viene directo del dedo medio y que baja entre las piernas colocándose a nudillos – más bien pequeños anillos – en la parte inferior del escroto Cuguejistaní. Los otros coitos son azares de la misma revolución.
La madre deberá tener cuidado al amamantar al nacido, pues sus pechos serán torres con las que el niño ensayara las estrategias libertarias. Si usted es madre, deberá dejar que sangre el pezón de vez en vez para que el revuelto se alimente de sangre, si es una nodriza con experiencia entonces cortara el pezón de una cabra y lo colocara como funda, engañándolo. Esto le servirá a quedar desde la cuna inconforme, hambriento, engañado…
Por otra parte, si el pecho de nodriza es joven, por lo general de alguna hermana del nacido, esta perderá el seno izquierdo, comido a trozos y en su lugar nacerán flores en los meses de la lluvia –estas mujeres, son las más buscadas en los casamientos -.
Al primer año del nacido, deberá asignarle un nombre, Epicuro, Parménides, Esclótico, Maximiliano, Doroteo, o alguno que le venga bien después de calcular en su rostro la medida exacta del arco nasal – esto lleva las familias tres años más, así que para cuando el nombre haya sido elegido en nacido tendrá cuatro años que en Cuguejistán pasan de prisa, a esta edad le denominarán el crio, valiéndose de frases como: “el crio se ha trepado al árbol y le ha saltado al puesto de chintas” ó “el crio se ha comprado un rifle”-.
Las revoluciones implican, por supuesto: cambio, que podría definirse por lo menos en Cuguejistán de dos formas, -visto quizás por sus ojos, podrían parecer un millar, ó quizás ninguna – la primera obedece al sol de la región y que con el que según la tradición milenaria se establecieron los límites políticos del país, -cabe señalar pues que en el día nueve de la llegada de Ganesh, del que no hemos hablado y del que preferiría reservarme por el momento la historia, se estableció en el desierto un sol único que opaco a los otros cinco y quemando los trigales marco lentamente y por un siglo completo el límite de la ciudad, al salir las personas se incendiaban como castigo por abandonar las calles que los precedían.
Pero me he desviado entonces, de la revolución y sus formas y no tendría sentido contar pues mis anécdotas de viaje en las tierras áridas de las que guardo historias susurradas por el desierto en las noches más frías que he tenido el placer de sobrevivir, con miradas de coyotes casi saboreándome el tuétano, casi desgarrando las ropas, que bien estaría decirlo son hechas de la misma piel de esos animales, quizás pensaban que el pelaje era de alguno de sus familiares, su madre por ejemplo que lo habría amamantado desde chico y al destete como sucede en Cuguejistán con los coyotes, este le aulló hasta quedar dormido y entonces la madre desapareció entre neblinas, las mismas que esa noche fría los traían de vuelta, podría contarles del regreso y de cómo la carne de coyote Cuguejistaní no sabe a nada. Pero estaría perdiendo el tiempo y las vitales que tiene usted para saber cómo organizar su propia revolución.
Le decía pues, de la forma revolucionaria que en primera instancia inicia con un grito, uno que nace muy en el fondo, muy de la voz profunda, del pulmón derecho y se esconde debajo de la lengua y que como púa, asesina el aire. Esta forma, la más primitiva; aglomera multitudes en plazas, – he aquí que se debe observar, el grito multitudinario exigente – y que es en todo caso la primera reacción del crío revolucionario es el detonante de las otras muchas manifestaciones.
La segunda forma revolucionaria es aquella que le nace al crío de los padres, generalmente poetas, gente de campo, pintores o músicos. El devenir artístico del revolucionario debe aceptarse tal cual, sin poner esquemas ni paredes que escondan lo que el cielo le ha ceñido y que por derecho, no sé si decir divino ó no, se le confiere. El crío de padres artistas, nacerá muy diferente que los otros, brotará de un sexo puro, acariciado por divinidades que acudirán al parto. Vera la luz reflejada en paredes de un hospital público, de una sala quirúrgica que le sentenciara, y a la que ha de volver como moribundo. El revuelto nacerá con los ojos cerrados y mientras duerme podrá ver las montañas de Cuguejistán abatidas por el hambre, horrorizadas por la violencia y en pie de lucha, esperándolo, esperándolo…
Ahora bien, existe una tercera posibilidad de nacer insurgente, de ser revolucionario y no consiste en el nacimiento si no en los segundos después del parto en el que motivada por los bombardeos aéreos, la madre se arranca el cordón umbilical de tajo y emprende huída, dejando rastro de sangre, un rastro que huele, como se dice en Cuguejistán a desierto muerto, que no es más que la mezcla de la tierra del andante y la sangre del neonato. Una vez en la intemperie, la madre tomará su propia sangre y bautizará al crío antes de ser capturada en un acto de ternura que solo podrá ser observado por los buitres que la rondan circulantes. El niño no hará ruido, no llorará aún siendo arrebatado por la fuerza de la muerte de los brazos cálidos de la mujer que yacerá como carnada, esos críos si bien fuertes de arena y con venas ensoladas les tocara el destino de ser educados como a normales, con los preceptos religiosos de veneración.